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Madre en la puerta hay un niño
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Como ya creo haber comentado en alguna otra ocasión, las canciones me provocan recuerdos que normalmente se encuentran dormidos en lo más recóndito de mi subconsciente y producen el insondable misterio de traerlos al primer plano de mi realidad más próxima.

Es lo que me ha pasado recientemente. Navegando por Internet con el propósito de buscarle villancicos a mi nieta y huyendo de los clásicos y tan manidos “Los peces en el río” “Campana sobre campana” o “La Marimorena”, saltó de pronto como un resorte, uno que despertó del letargo en que se encuentran mis recuerdos, todo el bagaje que tengo almacenado de cuando niños celebrábamos la Navidad en Mallén: “Madre en la puerta hay un niño”.

Recuerdo que el día 24 de diciembre cuando comenzaba a oscurecer, mi madre ya tenía preparadas unas fuentes de guirlaches, almendras garrapiñadas, mazapanes, peladillas y algunos frutos secos, con el fin de poder “agasajar” a los niños que, con toda seguridad, vendrían momentos después cantando villancicos.

A todos estos preparativos yo, como uno de los pequeños de la casa, asistía nervioso y extasiado por el recuerdo de la Navidad anterior y esperaba impaciente, al calor de la cocina, que sonara el primer picaportazo anunciando que alguna cuadrilla de niños nos venía a felicitar la Navidad.

Cuando por fin el tan esperado y deseado sonido se producía, saltando de las rodillas de mi padre, bajaba las escaleras como una exhalación y antes de que me diera tiempo a llegar al patio y poder abrir la puerta de casa, se comenzaba a oír el, a veces armonioso y otras no tanto, cantar de los niños interpretando el clásico entre los clásicos villancicos de Mallén:

 “Madre en la puerta hay un niño,

más hermoso que el sol bello,

no diré que tenga frío,

pero el pobre está en cueros”.

“Pues dile que suba,

se calentara,

por que en esta tierra,

aún hay caridad”.

 Las zambombas que acompañaban al improvisado coro echaban humo, y yo estaba como transportado a otro lugar, embelesado y a la vez avergonzado, bien agarrado al pomo de la barandilla; mientras mis hermanas mayores o mi madre, bajaban una de las bandejas con las golosinas que habían preparado minutos antes y, que uno de los muchachos, no tardaba en hacer desaparecer en el zurrón que traía al hombro. Una vez recogido el aguinaldo, daba la impresión que la fuerza cantora de los muchachos se había debilitado repentinamente; pues, casi sin transición desaparecían. Aunque eso sí, nos deseaban educadamente Buenas Pascuas y Feliz Nochebuena y yo, todavía un poco corrido y avergonzado no sé bien porqué, subía las escaleras de mi casa tan rápidamente como las había bajado.    

Sin apenas transición en el tiempo, como si hubieran estado esperando en la esquina de la calle del Molino a que los otros muchachos acabasen, se oía de nuevo el sonoro picaporte y vuelta a correr escaleras abajo y a escuchar las notas de la zambomba y la letra archiconocida de “Madre en la puerta hay un niño”. En alguna ocasión, con el objeto de que nos cantasen algún otro villancico; mi hermana mayor, Carmen, se retrasaba un poco en bajar la bandeja y entonces teníamos la suerte de poder escuchar el  “Dime niño de quién eres”. Recuerdo que alguna vez, mi hermana mayor Carmen o mi madre, les solía decir: -Es que no sabéis algún otro villancico?-. Pero ellos, con la cabeza baja y un poco avergonzados, se encogían de hombros y daban la callada por respuesta.

De esta forma tan entretenida, pasaba la anochecida de la Nochebuena y tras la pronta cena, nos dirigíamos toda la familia bien arreglados, a la Misa del Gallo.

Con el paso de los años y cuando yo ya contaba con cinco o seis, los niños de mi edad y mayores, solíamos llevar gorriones con cintas de colores sujetas a las patas de los mismos, y en el momento que Mosén José entonaba el “Gloria in Excelsis Deo”; todos los muchachos soltábamos los pajarillos que habíamos llevado escondidos en los bolsillos y se armaba un tremendo guirigay en la iglesia, con el consiguiente regocijo de los asistentes y las muecas de desagrado del párroco, que no veía con buenos ojos que olvidásemos el recogimiento y respeto debido a la casa de Dios.

Al día siguiente Día de Navidad, después de la Misa Mayor, la faena que los monaguillos teníamos encomendada era: Ir recogiendo los gorriones que aún quedaban en la iglesia y soltarlos en la calle. Dicho trabajo no era en absoluto sencillo, pues como es natural, los pajarillos volaban a las zonas más altas y recogidas de los techos. Para ello, contábamos con los escobones. Dichos artilugios, no eran ni más ni menos, que escobas que llevaban un trapo tapando los pelos de la misma y que, mediante cañas largas atadas unas a otras, se iban estirando hasta llegar al techo de la iglesia. Su manejo no era sencillo, pues estamos hablando de que los operarios eran muchachos de entre cinco y diez años y, en alguna ocasión, hubo problemas con los aparatos de luz que cuelgan del techo de la iglesia. Pero la impaciencia de Mosén José por que nos deshiciéramos de los pajarillos, que con sus trinos armonizaban las misas era tal, que no dejaba pasar ni un solo día a esas criaturas de Dios en su compañía.

La Navidad tenía otro componente básico para nosotros, como es natural. Al fin y al cabo no dejábamos de ser eso, niños.

¡La venida de los Reyes Magos!

Desde un tiempo antes veníamos, oído avizor, escuchando en la radio a Pinzón.

Pinzón era un pajarillo entrañable, que servía de espía a los Reyes Magos. No había travesura que se te hubiera ocurrido cometer durante el año, de la que no hubiese sido testigo y ahí estaba, en las vísperas de este día tan señalado, para recordársela a los Reyes y encima por la radio, para que todo el mundo se enterase.

Al principio y anunciando el programa, se oía el trinar de un jilguero y a continuación la “chivata” voz que anunciaba: -Fulanito de Tal, de Mallén. Este año has sido muy malo y has hecho enfadar mucho a tus papás y los Reyes Magos, te van a traer un saco lleno de carbón. Esperamos que el año que viene seas mejor.-

Y a ti se te hundía el mundo. Alea Iacta Est. Ese año te habían descubierto y para ti se habían acabado los Reyes.

 Así pues, estoy seguro que todos los niños de mi edad, escuchábamos el programa de Radio Zaragoza con el corazón en vilo, ante el temor de que Pinzón nos pusiese en la picota y aquel año en lugar de recibir regalos, lo que nos llegase fuera una buena ración de carbón y por aquellos años ¡el carbón no era de azúcar!.

Pero no siempre era así, a algún privilegiado el “dichoso” Pinzón le reía las gracias y anunciaba que, por haber sido tan bueno con sus papás y hermanitos y haberse portado tan bien ese año, los Reyes le traerían el ¡ Mago Electrónico!

Nada menos que el Mago Electrónico, que era el juguete por el que yo suspiraba.

-¡Jó qué suerte tienen algunos!- Pensaba yo.

Aquel año, Pinzón todavía no me había citado, ni para bien ni para mal, con lo cual aún quedaba la esperanza de que olvidándose de mí, tamaño chivato, existía la remota posibilidad de que los Reyes no estuviesen al tanto de mis últimas andanzas y me llegase algo.

Por ello, le pedí a mi madre el cestico y lo llené de trigo y maíz para los camellos de los Reyes, con el ánimo de contentarles y dejé, junto a él en la repisa de la ventana de mi cuarto, mis mayores botas en la postrera esperanza de que al ver mi prodigalidad con sus animales, Ellos se viesen en la obligación de corresponderme de alguna forma.

Esa noche fue un continuo duermevela. Me la pasé oyendo ruidos y soñando con montañas de carbón. Mis amigos se reían de mí, mientras ellos me pasaban por las narices sus regalos. Yo no entendía nada, ¡Si ellos eran mis compañeros de fechorías! ¡Porqué a ellos les habían colmado de regalos y a mí solo carbón! ¡Esto no era justo!

En una de esas vueltas que di en la cama, debí de darla tan indignado que caí al suelo y me desperté. Ya era de día y por la ventana entreabierta pasaban unos rayos de sol que iluminaban la habitación. A su resplandor, pude apreciar que Sus Majestades Los Reyes Magos habían pasado, pues el cestico estaba vacío y a su lado estaban mis botas casi tapadas por una enorme caja. Con movimientos nerviosos logré por fin abrirla, y cual no sería mi sorpresa al encontrarme de narices con:

                                   ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ EL MAGO ELECTRÓNICO !!!!!!!!!!

Mariano Ibáñez

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