El autobús se dirigía hacia
Mallén. Era un autobús de esos antiguos. De esos que recordamos por
fotografías o por las películas antiguas. Esos que ahora levantarían los
comentarios jocosos entre la juventud. Autobuses de otra época. Esos que
pegaban botes a cada bache de los que jalonaban los irregulares caminos. Esos
que llevaban una baca que cubría todo su techo. Al autobús le faltaba un
pintado general que le lavase la cara.
Eran tiempos de la España oscura. Tiempos en los que se buscaba ante todo la supervivencia. Tiempos de cartillas de racionamientos y estraperlo... En una de las paradas colocaron encima de la baca un ataúd vacío que llevaban a otro pueblo. Ignoro si era para ser utilizado a su llegada o en previsión de futuras necesidades. Nunca está de más. Ignoro si el destino era Mallén u otra población de las proximidades. De eso mi estimado padre jamás me habló. No se lo recrimino porque no modifica la esencia de la historia... El autobús iba atestado. Los olores se entremezclaban. Los paquetes se diseminaban por cualquier hueco. Algún que otro animal permanecía asustado en el rincón que lo habían colocado y emitía sus quejidos que se confundían con los ruidos existentes. Ruidos que no eran pocos. Ante tal panorama un vecino de Mallén que regresaba a casa determinó subirse en el techo acompañando el ataúd. Las aglomeraciones le afectaban. Además le gustaba aspirar el aire libre, impregnarse de olores a trigo y maíz. Olores a alfalfa, a vacuno y ovino. Hombre de campo, orgulloso de serlo... Unos kilómetros más allá las nubes que amenazaban desde hacía rato empezaron a descargar. A las primeras cuatro gotas le sucedieron un aguacero nada tranquilizador. El ambiente se transformó en negrura. Se levantó un frío y molesto viento. Para resguardarse de esa lluvia, y de ese viento, al mozo se le ocurrió una idea. No se lo pensó dos veces. Con una sonrisa que le iba de oreja a oreja se metió dentro del ataúd. Allá el ambiente apacible provocó que se quedara dormido. Ajeno a lo que ocurría a su alrededor. En las diferentes paradas fue subiendo y bajando gente. En realidad subían más que bajaban. Nadie deseaba perder el autobús. Ello obligó a algunos a instalarse en el techo. Allá se acumularon unas cuatro personas junto al ataúd. En este número no contamos al mallenero durmiente. Ese que los que estaban fuera desconocían su presencia. Ese que ignoraba a los que permanecían al aire libre. El único que iba confortablemente instalado. Por fin se despertó. Le costaron unos segundos el hacerse composición de lugar. Unos segundos para desprenderse de las imágenes del sueño en las que estaba con su amada Pilar. Se palpó. No, no estaba muerto. Recordó que se había metido en la caja para resguardarse de la lluvia. Bostezó. Antes de salir determinó comprobar si llovía. Levantó levemente la tapa y sacó la mano. ¿Llueve? – interrogó con la voz cogida por el tiempo de inactividad. Los cuatro que estaban en el techo del autocar oyeron aquella voz tenebrosa... Los cuatro que vieron aquella mano salir del ataúd...Pegaron un brinco que los llevo al suelo y como alma que lleva el diablo corrieron campo a través. ¡El muerto ha venido a por nosotros! ¡El muerto...! – gritaban mirando hacia atrás por si les perseguía el que había regresado de la otra vida. El resto de pasajeros, los de la cabina, miraban sorprendidos a los que corrían. A esos que parecían que disputasen una maratón - ¿Qué pasa pues, maños? ¿Se ha pegado fuego al autobús? – sacando la cabeza por la ventanilla gritó uno de Novillas que festejaba con una moza de Mallén. - ¿Fuego? ¿Fuego?... – corrió por el autobús. Más de uno cogió sus paquetes... Más de uno cogió sus animales... Más de uno.. Jesús Caudevilla Pastor © Asociación Cultural Belsinon 2002-2009 |